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domingo, 17 de marzo de 2013

Cuando pisé Tanzania, cuando pisé África

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          Dormía en una habitación compartida con mi amigo Vijay, californiano mitad indio, mitad filipino, en la International Student House en Washington D.C. Cada mañana, durante aquellas dos últimas semanas me despertaba bastante antes de que sonara el despertador y consultaba mi correo electrónico en el móvil. Estaba a la espera de grandes noticias hasta que por fin llegaron desde un lugar donde el día comienza 7 horas antes que en la Costa Este.

Con los ojos entreabiertos agarré mi teléfono que descansaba en la estantería. La luz parpadeaba. Había recibido un e-mail... ¡Sí, sí! Era del departamento de Recurso Humanos del Tribunal Penal Internacional para Ruanda de Naciones Unidas (UNICTR). Me habían aceptado para realizar una pasantía que comenzaría en enero de 2012. Pegué un salto en la cama. Desperté a mi compañero de cuarto y le di un abrazo. Aquel día comenzó mi viaje a África.
Kilimanjaro International Airport

En el avión iba pensando en los preparativos que llevaba tachando de mi lista de quehaceres durante los últimos meses. Tanto por aprender y descubrir. Una escala en El Cairo, otra en Nairobi y finalmente en el Kilimanjaro. Aterricé por la mañana. El cielo despejado y el Sol de justicia me permitieron contemplar el espectáculo que supone sobrevolar el pico más alto de África y pisar tierra a sus pies.

En la aduana mostré mi cartilla de vacunación de la fiebre amarilla. En el mostrador de visados enseñé con orgullo la carta de invitación con el sello de la ONU. Con mis maletas en las manos salí ufano del aeropuerto donde, según me había dicho, un coche del Tribunal estaría esperando... allí no había nadie. En cierto modo, me lo esperaba o al menos, contaba con esa posibilidad. Durante una fiesta en diciembre en la delegación de Cuba ante la ONU en Nueva York, había conocido a una antigua pasante belga del Tribunal. Ella me había informado de ciertas irregularidades logísticas tildándolas con un “esto es África”.

No permanecí indeciso ni un minuto. Me acerqué a los taxistas e inicié el trayecto de 45 minutos que separa al Aeropuerto Internacional del Kilimanjaro de Arusha, mi nuevo hogar. No estaba en posición de regatear demasiado, pues no sabía cual era el precio justo. Sé que me cobraron más de lo debido. Pero en aquel momento estaba dispuesto a pagar el peaje de los novatos. Algo que he podido constatar es que la semana en un lugar nuevo es siempre el doble o triple de cara que lo que debería ser. Aceptando la mayor, era mejor tomárselo con calma.

En mi retina queda aquel camino de tierra antes de tomar la carretera principal. Esa tierra de un marrón encendido y rojizo. Esa vegetación. Y sobre todo... aquella gente. Sus sonrisas, su ropa, sus miradas. Esas primeras palabras en suajili (o swahili), aquella música religiosa en la radio...

El conductor me animaba a aprender suajili. Decía que era muy fácil. Y es cierto. No es en absoluto una legua complicada. Simplemente sigue una lógica distinta que la nuestra basada en la creación de palabras con prefijos y sufijos superpuestos de una manera algo más compleja que en las lenguas latinas. Cinco sonidos vocálicos como en español. Sin conjugación. Una escritura fonética, o como se suele decir “se lee como se escribe”. Además es útil y bastante extendida por todo el África Oriental. Desde su cuna en Zanzibar, bien cimentada en Tanzania continental y hasta Kenya, el norte de Mozambique, el este de República Democrática del Congo y el sur de Somalia. Aprendí algo, y me desenvolvía lo suficiente para sobrevivir. Pero el trabajo y un profesor no demasiado aplicado, me desanimaron para tomármelo con más seriedad.

Fire Road
Entramos en la ciudad. Ya se divisaba algún que otro edificio de más de 5 pisos... pero muy pocos. La mayoría, casa matas, comercios y restaurantes a pie de calle. Volvía a sentir ese caos controlado que tanto me gusta y que parece ser denominador común en países en vías de desarrollo. Pasamos por delante del Tribunal, bajamos la calle hasta la rotonda del reloj (lo que tristemente parece ser el centro de la ciudad), todo recto hasta la fire road. Esta calle mantenía su nombre aun flanqueando de derecha a izquierda toda una urbanización hasta quedar interrumpida por unas vías de un tren de mercancías. Se llamaba así por la estación de bomberos, allí localizada.

Tienda de Mr. Mbiise
Una hilera de humildes negocios que iban desde una peluquería hasta una tienda de comestibles era el lugar de encuentro con Mr. Mbiise. Este caballero, dueño de uno de los negocios y padre de familia era el encargado de guardar una bonita casa en aquella calle: la llamada White House. Un amigo indonesio que había conocido un año antes en Singapur y yo habíamos informado al dueño de nuestra llegada e interés por ocupar la casa. Por lo visto, Mbiise desconocía dichas comunicaciones con el propietario y cedió la casa en alquiler a 5 chicas que también empezaban sus prácticas en el Tribunal. Ellas habían llegado un día antes. Una pequeña discusión con ellas revelaron que no merecía la pena empezar con mal pie nuestra estancia en Arusha. Mi amigo, también recién llegado, y yo decidimos ceder y buscar otro sitio. Al final del día ya teníamos una lugar donde vivir. Un apartamento al final de aquella fire road. Sus dueños, el señor y la señora Guta daban nombre al edificio “Guta Apartments” y eran un matrimonio interreligioso. Él musulmán; ella, católica. Guardo gran cariño y buenos recuerdos de aquella pareja.

Nuestra casa: las dos ventanas superiores de la derecha
Vistas de la calle de enfrente desde mi ventana

En aquel edificio vivían otros dos pasantes: uno de Egipto y otro buen amigo de China. Una italiana y una neoyorkina ocupaban un apartamento en la segunda planta. Así los cuatro interns iniciábamos cada día nuestro camino al trabajo, desde aquella calle a los pies del monte Meru, segundo pico de Tanzania. Fue el comienzo de una experiencia de cinco meses donde conocí a gente extraordinaria, probé nuevos platos que hoy echo de menos, vi maravillosos paisajes y viví alguna que otra aventurilla que bien merecerán algún post.
Nuestra calle y el monte Meru al fondo

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