En marzo de 2013 pasé el año nuevo hinduista en Bali con unos amigos. Esta festividad se llama “Nyepi” y es día festivo a nivel nacional en toda Indonesia. Como caía en martes decidimos disfrutar del puente en aquel paraíso llamado Bali. Seis amigos de diferentes nacionalidades tomamos el avión desde Yakarta a Denpasar (aeropuerto balinés) el jueves por la noche. Todo estaba listo y era perfecto: uno de nosotros tenía un par de casas en zonas diferentes de la isla y nos invitaba a disfrutar con él de aquel exótico año nuevo del que jamás habíamos oído hablar y del que, hasta que pisamos la isla, sabíamos muy poco.
La generosidad y
hospitalidad de nuestro amigo fue inmensa. Pasamos cinco noches en su
villa de Candidasa en el este, y una noche en Seminyak, al oeste.
Esta última zona recuerda a una Tarifa con un ambiente turístico,
surfero y lleno de restaurantes y tiendas. La otra, apartada y más
rural, es un prototipo de calma, relax y de acercamiento a la cultura
local.
Fueron unas vacaciones
fabulosas de risas, baños en la piscina, juegos, buena comida y
excursiones. Visitamos en un par de ocasiones una de las playas más
bellas e inaccesibles: white sand beach. Alquilamos motos y
alcanzamos la cimas de las colinas del este para ver la costa y las
plantaciones de arroz dispuestas en perfectas terrazas verdes y
encharcadas. Probamos por primera vez a hacer surf. Vimos algunos de
los atardeceres más espectaculares y visitamos templos tan
impactantes como el de Uluwatu en el borde de un acantilado o el
Tanah Lot cavado en una enorme roca en el mar. Nuestro último día
fue el de Nyepi.
Yendo de paquete en la
moto que conducía mi amigo Marco vi con asombro como después de
bordear decenas de curvas de vértigo que nos guiaban a poblados de
las colinas balinesas, la preparación de esta “noche vieja” iba
tomando forma. En Bali, el 97% de la población es hinduista. La
minoría restante se divide entre musulmanes y cristianos. Los
balineses sobrevivieron a la expansión islámica que se inició
varios siglos antes con los primeros mercaderes indios que arribaban
al archipiélago. Hoy por hoy, mantienen con orgullo su
idiosincrasia, su religión y su manera de hacer las cosas. La noche
antes de Nyepi, los balineses divididos en poblados, comunidades y
familias comienzan a construir interesantísimas estatuas de cartón
piedra. Representan dioses y malos espíritus de la tradición
hinduista. Suelen ser bastante grandes, de unos 3 o más metros
(aunque también hay que resaltar el mérito de aquellas imágenes
más pequeñas realizadas por niños). Los enormes e iracundos ojos,
los afilados dientes, sus posiciones en pleno movimiento, sus garras
y sus músculos contraídos no dejan indiferente a aquél que lo
contemple. Los construyen sobre andas o varales echos con cañas de
bambú entrecruzados como si de un trono o un paso de semana santa se
tratara.
A partir de las 6 de la
tarde, coincidiendo con el atardecer, los autóctonos comienza
masivas procesiones llevando sobre sus hombros miles de imágenes de
los malos espíritus por las calles de toda la isla. Nosotros nos
perdimos el desfile propio de Seminyak, pero fue desde el coche,
alrededor de las diez de la noche cuando, en nuestro camino a
Candidasa, pudimos contemplar aquellas aglomeraciones que disfrutaban
viendo las espectaculares estatuas desplazarse una tras otras
portadas por sus creadores.
Cuando llegamos a casa
de nuestro amigo, aquel pueblo ya había concluido su procesión y
aunque la costumbre manda que esas coloridas figuras sean quemadas
para así eliminar a los malos espíritus, algunos se empeñaron en
conservarlas ya que el esfuerzo y trabajo invertidos durante los
últimos días parecía superar a la superstición.
Es entonces cuando
comienza la fiesta. Los hombres por un lado y las mujeres por otro.
Las comunidades se reúnen en estructuras techadas sin paredes con un
claro estilo balines. Allí se acometen celebraciones religiosas,
encuentros familiares y de la comunidad, fiestas, conciertos, la
construcción de las esculturas, etc. Bebían alcohol local, comían,
se reían y bailaban. La música era la de la radio o la de sus
móviles. Lo mismo sonaban los Gipsy Kings, reggaeton o música pop
estadounidense. En este contexto de intromisión occidental con
música y aparatos extranjeros, los asistentes a la fiesta vestían
su ropa tradicional sin que faltar el elegante pañuelo anudado en la
cabeza. Para el turista esto podría ser decepcionante ya que no
tocaban su música tradicional ni bailaban una danza tribal. Pero esa
no es la realidad. Ellos con su ropa disfrutaban con la música que
habían elegido, del mismo modo que una guapa jerezana vestida de
flamenca baila ritmo latinos a las tantas de la madrugada en alguna
caseta de su feria... por mucho que a algún extranjero le agradaría
fotografiarla sobre el albero improvisando una bulería (que también
se ve).
La diversión y el
exceso estaban servidos. Era año nuevo y había que aprovechar al
máximo ya que al día siguiente era Nyepi. Nyepi es el día del
silencio y del recogimiento. Desde las 6 al amanecer y durante las
siguientes 24 horas, estaba prohibido trabajar, salir de casa,
encender fuego, hablar fuerte, realizar actividades lúdicas, ir a la
playa, escribir... y para muchos rigurosos hinduistas, ni hablar ni
comer. Esto lo respetaban el resto de minorías religiosas y también
los turistas a los que se les permitía poco más que permanecer en
casa, con luces tenues que no pudieran ser intuidas desde fuera, sin
música ni voces altas (a no ser que se hospeden en hoteles de lujo).
Para asegurarse de ello, las comunidades locales denominaban a los
“Pecalang”, una especie de policía religiosa elegida para la
ocasión que patrullan las aldeas siendo los únicos con licencia
para transitar las calles.
La razón detrás de
esto es que en la “noche vieja” de Nyepi, los espíritus malignos
representados en las imágenes cremadas, vuelan sobre la isla de
oeste a este buscando almas a las que maldecir... Como toda la isla
permanece en silencio y a oscuras, dicho espíritus son engañados
pensando que no que la isla está desierta y pasan de largo.
En la mañana de Nyepi
nos despertamos alrededor de las diez de la mañana. Había llegado
el día más esperado: el de no hacer absolutamente nada, el del
relax total. Aprovechamos las primeras horas de la jornada para
disfrutar del sol y de la piscina antes de que un chubasco de media
tarde acelerara el atardecer. Una señora que trabajaba y conocía a
la familia de Marco desde hace años accedió a cocinar para nosotros
como un favor extraordinario aquel día. Entró y se marcho casi de
puntillas en la casa y ya no vimos a nadie más hasta la madrugada.
Entre nosotros cada uno realizaba la actividad que más le apetecía:
una partida de ajedrez, la lectura de un buen libro, una gratificante
siesta o escribir anécdotas como ésta. No nos habíamos dado ni
cuenta, pero ya era de noche. Teníamos prohibido encender luces que
pudieran divisarse desde fuera, de modo que salvo una habitación con
espesas cortinas, el resto de la casa permaneció en una oscuridad
tan sólo interrumpida por la penumbra que proyectan pequeñas velas.
No habíamos preparado las maletas y depositamos todo lo que
encontrábamos con la ayuda de la luz de nuestros móviles en el
dormitorio encendido.
Nos tumbamos en el
jardín bajo el cielo plagado de estrellas inmaculado de
contaminación lumínica. Estrellas fugaces, historias, anécdotas
que contar y un baño en la piscina antes de ir a dormir. Una vez en
el agua fue imposible no alzar la voz más de la cuenta. Llamaron a
la puerta. Era un Pecalang... nos avisó de guardar silencio o de lo
contrario llamaría a la policía. La fiestas se había acabado. Era
momento de acostarse.
No era ni media noche,
pero a las tres y media de la madrugada nos esperaba un taxi para
llevarnos al aeropuerto. Nuestro vuelo partía a las seis y media de
la mañana y conducir durante aquella sagrada noche era nuevamente un
gran favor personal. No sabíamos, sin embargo, que la rigurosidad de
las reglas del año nuevo balinés duraban hasta las 6 de la
mañana...
Un primer grupo de
“policías religiosos” nos impidió seguir nuestro camino por
aquellas rutas sumidas en espesa sombra y soledad. El conductor les
convenció para que nos dejaran continuar nuestro camino y aceptaron.
Más adelante, un nuevo obstáculo. En este caso ninguna persuasión
tuvo frutos. No desbloquearían la carretera hasta las seis. Tratamos
de buscar una carretera secundaria en su lugar. Un nuevo grupo de
Pecalangs nos prohibió el paso y decidimos volver a la carrera
principal y esperar allí. Según los datos de nuestro vuelo, el
mostrador cerraba a la misma hora que abrirían la barrera de la
autopista. Parecía imposible llegar a tiempo. Poco a poco, dejamos
de ser el primero de los coches en toparse con aquel obstáculo.
Finalmente aceptaron dejarnos pasar a las 5:45. En tan sólo quince
minutos recorrimos un camino que, en condiciones normales, se tarda
treinta. Para nuestra sorpresa, el aeropuerto había permanecido
cerrado hasta ese instante y nuestro vuelo atrasado hora y media. Lo
habíamos conseguido. Habíamos superado la prueba del Nyepi.
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