Durante
mi estancia en Kigali, capital de Ruanda, tuvieron lugar algunos acontecimientos que
nunca olvidaré.
Vivía
en una preciosa casa, completamente nueva en un barrio residencial a las
afueras de Kigali. Para desplazarme al centro de la ciudad necesita caminar
hasta la carretera principal donde tomaba el primer moto-taxi que pasaba. El
trayecto costaba unos 900 francos ruandeses (1 €), a veces un poco menos, otros días un poco más.
Depende de la paciencia, la oferta de motos alrededor y la tenacidad del
conductor durante la negociación. Solía ser más fácil conseguir un buen precio
para bajar hasta el centro que para subir hasta la colina donde residía.
Seguramente porque todo moto taxi, deseaba ir al corazón de la ciudad para
encontrar más clientes en lugar de conducir hasta aquel barrio de clase media
alta que parecía tan alejado.
Como
decía, la casa era estupenda. En esa calle de adoquines rojizos se levantaban
casas matas de un diseño exactamente igual, blancas, construidas en la
pendiente de la colina. Una cancela representaba la entrada de cada morada. Un
pequeño jardín predecía al inmueble mismo. Había dos puntos de acceso. El
primero y más evidente, una puerta corredera de cristal que daba al jardín. Sin
embargo nunca la usaba ya que no tenía la llave y se echaba el pestillo por
dentro. Por ello era necesario entrar por la puerta trasera, la de la cocina.
La mayoría de los muebles aún no habían sido utilizados. Algunos todavía
estaban envueltos en plástico. En la primera planta se encontraban dos
dormitorios con camas de matrimonio, un baño y el salón. Este salón era
diáfano, con un altísimo techo, ya que en él había una escalera que conducía a
un comedor en la planta intermedia sin que ningún muro lo separase de la sala
de estar. La cocina y otro baño estaban en ese mismo piso intermedio. Otras
escaleras guiaban a la segunda planta con un último dormitorio y su baño.
Para
concluir con las comodidades de dicho lugar, un guardia permanecía
constantemente en una habitación adosada al inmueble en el patio trasero y una
señora venía a limpiarla y hacer la colada una vez a la semana. Lo más
increíble es que allí viví dos meses, solo y de manera completamente gratuita
¿Cómo encontré un lugar tan perfecto? Esa es otra historia.
En
Ruanda realizaba un estudio del sistema judicial ruandés y sus implicaciones
para con la transferencia de acusados desde la jurisdicción internacional del
Tribunal Penal Internacional para Rwanda de la ONU a la jurisdicción nacional
ruandesa. En ese contexto abandonaba la casa cada mañana, asistía a juicios o
pasaba el día leyendo leyes, prensa local y escribía mis informes sea en una
cafetería o en un hostal donde vivían y trabajaban amigos míos. Cada 2 o 3
semanas mi jefa volaba desde Arusha, Tanzania (donde estaba sito el mencionado
tribunal internacional). Con ella acudía a reuniones con autoridades de Ruanda
y compartía mis conclusiones del estudio. Recuerdo que una de las veces que
vino tuvimos bastante trabajo y una agenda algo apretada con interesantes
reuniones. La noche antes de marcharse cenamos en su hotel con un abogado
local. Cuando aquél se marchó, nos quedamos comentando las impresiones de la
reunión y de sus días en Kigali en general. Se hizo algo tarde, estaba cansada
y nos despedimos. Sin embargo yo decidí quedarme en aquel restaurante donde retransmitían
el partido de España contra Portugal en la copa de Europa. Fue emocionante
hasta el último momento. Especialmente por ser el único español entre
comensales y camareros de mayoría africana además de algunos occidentales con
los que conformaba una ruidosa minoría.
El
partido concluyó con la victoria de España. Decidí entonces salir en busca de
un moto-taxi que me llevara a casa. Localicé uno, regateamos un poco el precio,
me dio el casco y comenzamos nuestro trayecto que duró unos 15 minutos. En esa
época del año y a esa hora, conduciendo entre las colinas de Kigali se
levantaba un poco de fresco. Llegamos a mi barrio. Primero a la derecha desde
la carretera principal, luego a la derecha, izquierda, derecha, izquierda de
nuevo y finalmente a la derecha. Era necesario dar estas indicaciones conforme
conducía ya que en Kigali, por aquellas fechas, casi ninguna calle tenía nombre.
Mi casa ni siquiera estaba numerada.
La
moto se detuvo. Pagué. Devolví el casco a su dueño. Algo extraño ocurría, pero
no me decidí a pedirle al conductor que esperara. La cancela estaba abierta.
Las luces de todas las habitaciones estaban encendidas; incluso las del segundo
piso, donde yo apenas subía ni debía hacerlo ya que dormía en la planta baja.
No entendía nada. Estaba completamente solo en una zona residencial recién
construida con muy pocos vecinos ya instalados. No podía volver a la calle principal
a buscar a nadie. No tenía sentido. Tomé la decisión entonces de adentrarme en
la parcela. Dejé el jardín a mi derecha mientras caminaba en dirección a la entrada
trasera de la casa. Allí, frente a la puerta de la cocina, se hallaba tumbado
en el suelo, inconsciente el guardia de la casa: Kasimu.
Kasimu
era un hombre de unos cuarenta años que contaría con algo más de veinte cuando
el genocidio de Ruanda tuvo lugar. Había sido recomendado por la dueña de la
casa que alquilaba el inmueble a la ONG que me permitía vivir en tan idílico
lugar. Kasimu era de media o baja estatura. Los rasgos de su cara desvelaban
que había vivido y visto muchas cosas. Una piel curtida por el tiempo y los
duros acontecimientos sufridos por el país. Su cabeza rapada. Su ropa algo
deteriorada y con alguna que otra mancha. Una mirada algo perdida. No tenía la
viveza en sus ojos que desvelarían especial inteligencia. Kasimu no hablaba
francés, ni inglés (dos idiomas oficiales en Ruanda). Tan sólo kinyaruanda y
algunas palabras de suajili. Era en esta última lengua en la que de manera
extraordinariamente precaria me comunicaba con él.
Allí
estaba, inconsciente tumbado en el suelo. No salía de mi sorpresa. Fue entonces
cuando me di cuenta de que estaba empapado. Empapado en alcohol. Un charco de
la misma sustancia lo flanqueaba. Intentaba despertarlo pero parecía imposible.
En ese momento supe que su inconsciencia no era fruto de la violencia sino de
la embriaguez. No obstante, aún desconocía si estaba solo o acompañado. Si
había más gente en la casa. Si esos hipotéticos individuos estaban en igual o
peor estado que aquella antítesis de guarda. Tampoco entendía que hacían todas
esas luces encendidas…
Lo
agarré del hombro y lo levanté hasta ponerlo derecho. Tirando de su brazo
entramos juntos por la puerta de atrás en la cocina. Lo arrastré habitación por
habitación comprobando cada armario,
debajo de las camas y en cada baño que no había ningún intruso. Kasimu poco a
poco iba reaccionando e insistía en que no había nadie. Tiré entonces de él
hasta sacarlo de la casa en dirección a
la valla que separaba mi parcela de la del vecino. Allí durante toda la noche
trabajaba un guardia que sí hablaba francés. Le pedí ayuda y que tradujera del
kinyaruanda al francés.
“¿Qué ha pasado
Kasimu? No entiendo nada. Estoy muy disgustado. Esto no puede ser. Es
inaceptable. Limpia todo y mañana hablaremos. Tendré que comunicar esto a la
organización dueña de la casa que me permite permanecer aquí…”
Kasimu
no daba respuesta y si murmuraba algo, era completamente incoherente. Estaba
borracho. Se negó a limpiar. Tras mucho insistir, desistí. Eché el cerrojo.
Llamé sin éxito a un representante de la ONG y me fui a dormir… Lo peor vendría
al día siguiente cuando por primera vez temí por mi vida.
Sigue leyendo el resto de la historia en "El día en que casi me mataron: Segunda parte"
Sigue leyendo el resto de la historia en "El día en que casi me mataron: Segunda parte"
No hay comentarios:
Publicar un comentario