La
corrupción es un mal que desgraciadamente sufren casi todos los Estados en mayor
o menor medida. Los que pensaban que en España la corrupción se quedaba a nivel
de los ayuntamientos y autonomías se sorprendieron al darse cuenta de que los
tentáculos de la avaricia de algunos segmentos de la autoridad se extienden más
allá de los previsto.
El
consuelo es que dicha corrupción suele circunscribirse a las altas esferas y
aún no ha mancillado los extractos sociales en los que el común de los mortales
se mueve. Es decir, ciertos miembros del ejecutivo juegan con cifras que a la
mayoría nos resultan irreales, pero aún no es frecuente enfrentarse a
corruptelas por parte de pequeños funcionarios o policías. No vemos normal
tener que pagar propina para obtener un servicio público. En otros países éste
no es el caso. No es tan extraño, por desgracia, hallarse en situaciones en las que el
ciudadano calcula a la perfección cuánto tendrá que sacar del bolsillo para
seguir su camino, conseguir su pasaporte o saltarse una penalización.
Había
tenido mucha suerte y cuando me hablaban de esta realidad me seguía pareciendo
lejana… una exageración, ciencia ficción. Había vivido en África y residido en
el Sudeste Asiático por meses y no me había enfrentado a un caso de esta
índole. Esto cambió aquella noche en Yakarta, Indonesia.
Eran
las 2 o las 3 de la madrugada. Salía de una discoteca con un par de amigos,
ambos italianos. Tomamos un taxi e indicamos al conductor el nombre del local
al que nos dirigíamos. Al fin y al cabo era sábado por la noche y tocaba
aprovechar. El taxista salió del complejo en el que se encontraba Inmigrant, una selecta discoteca
de Yakarta en la que habíamos pasado las horas previas.
El
conductor giró y tomó una carretera muy amplia y casi desierta a aquella hora.
Unos cuantos árboles cubrían la acera a los lados. De pronto, sin que se
pudiera prever en la distancia, saltó a la carretera un hombre con uniforme de
policía deteniendo el coche. El agente se acerca a la ventanilla del copiloto
donde se sentaba uno de mis amigos y probablemente sonrió para sí al darse
cuenta de que éramos extranjeros. Nos sacó del coche y nos llevó tras aquellos árboles, a un rincón algo más iluminado (aun así en penumbra) donde había una mesilla y su motocicleta.
Nos pidió la documentación. No se conformaba con poco, quería nuestros pasaportes. Uno de nosotros lo llevaba, los demás no. Por lo visto el pasaporte ahora tampoco era suficiente, también quería una fotocopia del mismo con un sello del consulado… La escena no podía ser más clara… ya sabíamos lo que buscaba.
Nos pidió la documentación. No se conformaba con poco, quería nuestros pasaportes. Uno de nosotros lo llevaba, los demás no. Por lo visto el pasaporte ahora tampoco era suficiente, también quería una fotocopia del mismo con un sello del consulado… La escena no podía ser más clara… ya sabíamos lo que buscaba.
“Tenéis que llevar esa documentación. No lo habéis
hecho. Habéis infringido la ley. Por eso tenéis que pagarme…”
Así
empezamos una discusión: ¿por qué? No tenemos dinero. No podemos llevar el
pasaporte con nosotros todo el tiempo, es peligroso…
Su
paciencia parecía desbordarse.
“De acuerdo. No quiero vuestro dinero. Vamos a la
comisaría”
En
aquel momento de indignación creía preferirlo. Mis amigos se negaron de lleno.
Después me contaron que eso hubiera sido lo peor que podíamos hacer. Nunca
ganaríamos en una discusión contra un policía en comisaría en plena madrugada.
Aún más peligroso… habíamos escuchado historias de policías que aseguraban en
comisaría que el extranjero había sido encontrado portando drogas mientras
muestran una bolsa con la supuesta sustancia que por supuesto nadie había visto
antes. No, no. Era mejor pagar e irnos.
Mientras
uno de mis compañeros intentaba convencerle de que nos dejara ir tranquilos,
uno de nosotros guardó todo su dinero en sus calzoncillos. Yo hice lo posible
por ocultar el mío también. El policía sospechó.
- ¡Dadme el dinero!
- No tenemos.
- Si os registro y tenéis será mucho peor.
Uno
de nosotros se resignó. Preguntó cuánto y entonces iniciamos la segunda fase de
la negociación… buscar un descuento. Terminamos pagando unos 45 €, nos devolvió
nuestra documentación nos dejó marchar. No fue excesivamente caro al cambio en
euros, pero en rupias indonesias era un pellizco.
El
taxi seguía allí. No se movió. Contempló todo, esperó a que volviéramos sin
para el taxímetro y nos llevó a casa. La indignación no nos invitaba a
continuar la noche. La pregunta era entonces: ¿se trataba de un verdadero
policía? ¿Estaba compinchado con el taxista? ¿O por el contrario aquel
conductor tenía miedo de salir perjudicado o estaba efectivamente acostumbrado
a este tipo de situaciones? Nunca lo sabremos. Fue un día en que perdimos algo
de la inocencia con la que tan cómodamente vivimos en Occidente donde este tipo
de corrupción y a estos niveles es prácticamente inconcebible.
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